8/7/10

Raquel traía, contoneándose, la botella de vino que había comprado para aquella noche. La había descorchado en la cocina y sonreía de aquella manera inquietante que me erizaba la piel. Le tendí dos copas, pero sólo llenó una. Dejó la botella sobre la mesa y, besándome fatal, me robó la copa vacía para abandonarla también lejos de nosotros. Aquella era Raquel, aquellas eran sus maneras, su modo felino de ser, la fingida dulzura con la que todo se iba construyendo a su gusto, la bendita obsesión con acabar conmigo. Toda ella lo decía, aquel vestido, aquella boca entreabierta perfecta para susurrar en mi oído, para todo lo demás, lo gritaba su perfume: volvía a intentar envenenarme.

Le tendí la copa sonriendo, "por nosotros", dije, cediéndosela para que bebiese primero. Por un segundo abrió los ojos con sorpresa, fue un gesto casi imperceptible, al igual que la palidez que coincidió desde su cuello a sus mejillas y que pronto desapareció para ser sustituida por el rojo de la rabia.
-¡O bebes tú o bebo yo! -amenazó sujetando la copa sobre mi mano, los ojos endurecidos por la desesperación de haber sido descubierta de nueva.
-Bebe -sonreí acariciándole la mejilla con mi mano libre y sentí que si hubiese dejado mis dedos allí unos segundos más me habría devorado. Los ojos de Raquel se llenaron de lágrimas. Se sentía traicionada, por primera vez dentro de su modo agónico de ver el mundo, la estaba poniendo en peligro.
Me arrancó la copa de las manos con un movimiento que hizo ondear la falda de su vestido. Concentré mis ojos en su cuello mientras bebía con violencia. Hacía dos semanas que por fin había descubierto la cajita de plata donde guardaba su preciado veneno, hacía dos semanas que lo había cambiado por una sustancia inofensiva que recorría ahora la lengua de Raquel.

Terminó con los ojos cuajados de lágrimas y sujetó la copa, mirándome mientras esperaba los efectos. Su pecho subía y bajaba acelerado por la rabia, por la traición, por su respiración de fiera acorralada.
-Te quiero -sonreí al tiempo que Raquel descubría que nada surtía efecto.
-¡Idiota! -gritó estrellando la copa contra el suelo, antes de girarse para abandonar la sala con un portazo y tumbarse a llorar en la cama.

Aquella era Raquel. Mi Raquel. Cuánto la amaba, cuánto la deseaba.

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