10/3/09


-¡Oh, no, Peter! ¿Otra vez? –me asusté al abrir la ventana y verlo tembloroso, sujetándose con las dos manos su pierna delgada cruzada por una nueva herida.
Ni siquiera me respondió a la pregunta, se dejó caer en el alfeizar y apretó los labios para contener las lágrimas. Momentáneamente me hizo olvidarme de todo lo demás y corrí a por mi costurero temerosa de encontrar dedales cargados de malos recuerdos. Peter tenía su mirada clavada en el papel de la pared y sus ojos brillantes lo traicionaban. Me arrodillé junto a él y observé la herida con cuidado. Era una brecha corta, pero profunda, típica de un puñal afilado. Mi corazón se encogió al imaginarlo luchando de nuevo contra Garfio.
-¿Qué ha pasado? –inquirí sin mirarlo para no hacerlo sentir incómodo. Desgraciadamente mi voz sonó demasiado maternal y Peter clavó sus ojos en mí como dos ascuas encendidas.
-Nada –rugió apretando los puños y descargándolos contra la madera donde se sentaba-. No tienes que preocuparte porque haya pateado el culo de ese maldito Garfio. He estado rondando su barco pero él no tiene nada que ver –terminó con un gemido sordo, obligándome a resistir la tentación de acunarlo para que se calmase-. Ha sido Tootles –confesó el niño a media voz-. Quería irse para siempre… -murmuró en un quejido-, como tú…
Las lágrimas de Peter cayeron sobre mí mudas y acompasadas. Pobre niño perdido, pensé agarrándome las faldas y tragándome el nudo en el estómago. Pobre Wendy. Suspiré profundamente. Volví a concentrarme en su herida y comencé a coserla mientras aguantábamos la respiración sin darnos cuenta.
Así que el pequeño y bueno de Tootles había deseado abandonar Nunca Jamás para emprender nuevas aventuras. Yo sabía lo que Peter quería a cada uno de los niños perdidos, aunque no se lo dijese nunca, aunque jugase con ellos a la guerra, aunque los cambiase a los indios por un buen baile junto a la hoguera. Continué en silencio, consciente de que cualquier cosa que dijese nos traería de nuevo los motivos de mi marcha, los motivos de la marcha de Tootles.
-Es un cobarde –rugió Peter y para mi sorpresa terminó su enfado con una gran carcajada triunfal-. Por eso ha decidido quedarse –exclamó con alegría-. Luchamos, gané y tiene que obedecer mis órdenes.
-Te hirió –señalé devolviendo la aguja al costurero y relajando mi posición hasta sentarme en el suelo. Me tranquilizaba ver que su fortaleza seguía intacta, pronto juraría no haber llorado nunca.
-Tú también –susurró entre dientes.
Un frío helado se extendió por la habitación conquistando todos los rincones. Las llamas hacía mucho que no calentaban en la chimenea y las sombras de las lámparas se hicieron más largas y afiladas. Clavé mis ojos en el hueco de la ventana, observando las estrellas infinitas y tuve miedo de que él pudiese ver a través de mí.
-¿Por qué estás tan gris, Wendy? –inquirió mientras volaba para posarse a mi lado y entrelazar sus manos con las mías-. Estás helada… -señaló sorprendido-. ¡Oh, Wendy! No tengas miedo, no ha sido nada, ¿ves? Es sólo una herida más.
-¡Es lo que tienen las batallas! –sonreí atormentada por mis propias ideas, tratando de desviar el tema de conversación.
-¡Y yo soy un gran guerrero! –cacareó Peter elevando el vuelo en una órbita perfecta hasta adoptar una posición gallarda cerca del techo.
-Y siempre lucharás.
-Siempre lucharé –prometió.
Apreté el bajo de mi falda con manos temblorosas y devolví la mirada a la ventana.
-Oye, Wendy, se te ha quedado un beso fuera –indicó Peter con alegría y devolví desgarrada el antiguo dedal a mi viejo y gastado costurero.

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