24/11/08


Miraba, como un almendro desangrado sobre tierra negra, sin mover los labios. Yo quería quererla, desde su costado de ciervo, pero no había dejado de ser un animal herido.

20/11/08


mentiras
el tiempo todo lo cura
-decían-
todo, todo,
menos la estupidez

19/11/08


AUTOBIO


Nací con el don
de destrozarme.

18/11/08


Solíamos vernos en una placita escondida unas calles más allá de mi casa. Eran citas, porque lo eran, pero no las llamábamos así. Las llamábamos “quizá nos vemos esta tarde” o “hasta mañana”. Luego, cuando en invierno caía la noche, entre las siete y las ocho y media, acudíamos a nuestra plaza sin decirnos nada. Volví muchas noches a casa con el corazón desolado de gorrión tiritando de frío porque no habías aparecido, y por no querer llevar abrigo para que contemplases mis nuevas caderas, mi pecho incipiente bajo la camiseta masculina, mi cintura pequeña. Recuerdo que cuanto más emocionada estaba por verte, más alta era la posibilidad de que no estuvieses esperándome sentado, entretenido en cualquier cosa. Entonces yo tenía la opción de ir a casa de un amigo como excusa personal frente al desánimo, pero seguía esperando porque no existían los teléfonos móviles, ni los hubiésemos usado. Nos gustaba encontrarnos allí, sintiendo las manos de témpano acurrucadas en los bolsillos, el rostro terso de frío. No nos importaba que diluviase, entonces tú llevabas un paraguas y yo había llegado corriendo, me esperabas con tu chándal azul –ese que ahora me pongo cuando voy a tu casa y que no quieres regalarme- debajo del balcón de algún vecino y nos pegábamos a las cocheras para poder hablarnos, muy bajito, al oído. Si yo tenía suerte me abrigabas con un roce o me apartabas un mechón de la frente arrancando dos rosetones rojos acalorados en mis mejillas. Y tus ojos eran azul, pero no los conocía. Había días en los que yo estaba cansada y luchaba contigo para destrozar todos los buenos momentos del día, días en los que me dejaba vencer por ti y me llevabas a tu terreno de risas, días en los que volvía a casa con los ojos llenos de lágrimas o sonriendo como una tonta para escribir cartas contando mis nuevas conquistas. Nada importaba ya. Nos veríamos de nuevo, en un pasillo del instituto, cruzaríamos miradas, más adelante besos, y volveríamos a despedirnos, suplicando un “quizá nos vemos, hasta mañana”.

15/11/08




-¿Has escrito algo sobre nuestra última conversación?

-No, lo siento. No he tenido tiempo.

-Me gusta leer sobre mí.

-Lo intuía.

12/11/08


-¿He cambiado mucho? –dijo recuperando para nosotros el tiempo. Su silueta se recortaba como un haz de luz en mi ventana. ¿Había cambiado en algo? ¿Había yo cambiado en algo? Lo contemplé intentando adivinar sus ojos. Eran más oscuros.
-Tu mirada es diferente –concedí intentando restarle importancia.
-¿Por qué? –Peter nunca se había conformado con respuestas sencillas, siempre había tenido sed de más. Me reí complacida.
-No lo sé, es una sensación abstracta… -medité en voz alta mientras evitaba centrar mi mirada en él-. Supongo que hay una profundidad diferente, como si fueses capaz de comprender más cosas.
A Peter le encanta oír a los demás hablando de él. Sonrió ampliamente y se llevó las manos a la cintura, con gallardía.
-Así que, según dices –se regodeó contemplando su sombra-, mi mirada es la de alguien más maduro, la de alguien capaz de comprender el mundo… Me gusta comprender el mundo.
Suspiré aliviada porque mi respuesta había sido suficiente para él. Mirar a Peter, sentado en su rincón, me hacía mirar hacia mí misma, descubrir cambios en el niño eterno era aceptar que yo también había cambiado.
-¿Y yo, Peter, estoy más vieja? –reí con un nudo en el estómago y encaré la imagen que me devolvía el cristal entreabierto de la ventana.
Peter adoptó ese gesto tan característico de gran meditador, de persona importante. Jugó un rato a no mirarme y después posó sus ojos oscuros en mí. Un escalofrío me recorrió la columna. ¿Y yo, Peter? Pensé de nuevo.
-La primera vez que te vi tenías un aire ausente, tus ojos eran tristes –comenzó a murmurar como en secreto-, estabas buscando algo.
Me encogí como una niña y bajé la mirada.
-Y lo encontraste –señaló sonriente y voló fuera de la habitación con elegancia-. Encontraste nuestro Nunca Jamás –su mano diminuta señalaba el infinito y mi corazón de gorrión estaba a punto de desbocarse-. Después tuviste que marcharte, ¿lo recuerdas? Y tus ojos volvieron a ser tristes.
Peter volvió a sentarse en la ventana. Sonreí con amargura, quería preguntar por mis ojos de ahora, pero me daba vértigo conocer sus respuestas. Los niños siempre dicen la verdad.
-No estás más vieja –rió confundiendo mi gesto-. Has cambiado. ¡Eres más fuerte!
Lo acompañé en su carcajada. Ojalá tuviese razón. Peter me miró divertido y, levantando la barbilla desafiante me dijo:
-¿Te acuerdas de nuestros juegos?
-Si soy incapaz de recordarlos, ¿me odiarás para siempre? –musité disgustada. Nunca he tenido buena memoria, pero odio olvidarme del tiempo que le dediqué. Al contrario que en el cuento, él parecía acordarse de todo.
-¡Pero si yo era el mejor en todos los juegos que inventabas! –se quejó dando un salto.
Nos miramos en silencio. ¿Quién eres, Peter? Quise preguntar, y él quizá pensaba: “¿quién es usted?”. Me recogí en mi vestido, de pronto un aire frío se arrastraba desde la ventana hasta mis tobillos haciéndome estremecer. Peter salió a la noche, envuelto por la oscuridad, y revoloteó nervioso ante mi ventana. Volvía sus dulces ojos continuamente a las estrellas. Yo lo sabía, se nos estaba acabando el tiempo.
-¿Vas a venir a la limpieza de primavera? –suplicó oculto por las sombras de la calle. Su voz era un reclamo, un fantasma inexistente.
-Ya no sé volar –confesé ahogada y su grito se agitó como las cortinas, degarrándome.

11/11/08


claudico
no me puedo obligar
a dejar de pensarte
la boca me sabe a nosotros

10/11/08


Curiosidad de araña
por tus rincones prohibidos
manchándome las manos de abandono.

9/11/08


-Éste es el mejor momento del día -dijo.

-De la semana -puntualizó.

6/11/08


Ven, quítate de encima todos esos años, todo lo que crees que has aprendido. Desnuda tu hombro derecho de la duda, del saber, del mirar con ojos de adulto. Ven. Relaja de tu oreja el runrún de las conversaciones inteligentes, el tictac de las palabras elevadas. Olvídate del monedero. Olvídate de que vas a morir. Ven. Deja en el pasillo los guantes de escritor, de hacer la compra, de cuadrar las cuentas. Desaloja de tu pecho el andar decidido, el parecer importante, el parecer simplemente lo que pareces desde que sales de la ducha a enfrentarte al mundo que dices que comprendes. Olvídate de que comprendes. Olvídate de comprender. Ven. Arroja esos pesados zapatos a una esquina de la casa, o mejor por la ventana a ver si arruinas un peinado, esos zapatos de pisar lo que nace y no dejas brotar, dentro de ti, todos los días. Abandona al jardinero, al oficinista, abandona al pirata, al señor de voz ronca, abandona al analista, al que lo razona todo, al lector hasta las tantas, al artista acongojado, al dios que fuiste. Ven. Ve dejándolos a todos en la puerta. Olvídate ellos. Olvídate de ti.



Así te quiero.

5/11/08


La lluvia golpea mi paraguas haciendo espejos mientras tarareo una canción de Sinatra. Siempre que llueve canta Sinatra en mi cabeza y recuerdo la voz del actor inglés haciendo de judío en el Mercader de Venecia mientras el impermeable se me pegaba a las manos. Llueve casi con pereza de manta, constantemente, acariciando el mundo. Y yo paseo. Paseo para cumplir recados cualquiera, tropezar con un libro en un escaparate, observar unas botas de agua nuevas, comprar gominolas para comer por las tardes. Paseo y llueve. Hasta que deja de llover. Entonces el vaho me crea una niebla gris sobre los ojos cuando doblo las esquinas, y en Alcalá la Mota es presa del misterio y de la luz. Los pájaros se mueven como bailarinas recorriendo los tejados de las casas altas, robándome los pies y la mirada. Vienen. Van. Van. Sobrecogen. Me siento ligera y pesada, alma de gorrión y de avispa. Chapoteo en un reflejo antes de volver a casa, no sé si decidida.

4/11/08




Cuando estaba a punto de irme a dormir, Peter vino a mi ventana enfadado como nunca porque me había olvidado de él. Ni siquiera lo había llamado para la limpieza de primavera... Se sentó en el alfeizar y me pidió una historia nueva. Entonces yo le hablé de mi felicidad y de lo que me acordaba de él viendo a mis alumnos, tan parecidos a él. Cuando escuchó la palabra alumnos abrió sus preciosos ojos como platos.
-¿Por qué tienes alumnos, Wendy? -preguntó con su vocecita dulce.
-Porque soy profesora... en un instituto... -murmuré y él saltó volando hacia lo alto hasta darse contra el quicio del ventanal.
-¡No! ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué? -me exigió con rostro desencajado.
-Me he hecho mayor, Peter -sonreí evocando el cuento.

Peter volvió a sentarse lentamente y apretó la boca con gesto de pensar. Llevaba el flequillo más largo y le caía con desenfado sobre los ojos. Al final, sin levantar la vista del suelo, volvió a hablarme:
-Yo también me he hecho mayor, ¿sabes? -me confesó con culpabilidad-. Pero intento no olvidarme del niño que fui cuando me conociste.
-Nunca puedes dejar de ser el niño que eras, Peter, ¿o vas a convertirte en pirata? -exclamé entre aterrada y divertida.
-¡Jamás seré un pirata! -sentenció clavando una fría mirada en mí.
Guardamos los dos silencio, quizá recordando cómo fue todo, cómo fue ese pasar por nuestras vidas con aleteo de hada y revolucionar un poco el sentido del mundo, conseguir que algún reloj se detuviese para dejarnos soñar. Me di cuenta de lo lejos que me quedaba todo ya y recordé lo importante que había sido encontrarlo para mí y para mi novela.
-Siempre volveré para salvarte de Garfio -me dijo antes de despedirse- y para sentarme en tu ventana.